lunes, 16 de mayo de 2011

Calles inspiradas, sinuosas, inolvidables

Por el paisaje que las incluye, la luz que les toca, el movimiento de gente, las construcciones que la habitan, los árboles que la ocultan. O solamente por una sensación y un aura que las corona. Hay calles de Paraná que se distinguen por sobre el resto y más de un poeta se encargó de ilustrarlo. Lo que sigue es un recorrido por esos senderos que construyen una mística urbana y enmarcan recuerdos, historias y versos.

Es difícil que alguien nombre a calle Alem, angosta y apretada, siempre con una nube de humo que se eleva mientras llegan o se van los colectivos. Es difícil. Sin embargo Amaro Villanueva sí dijo algo sobre su extensión hacia el oeste: en su Urbanidades el escritor describió a Perú «...de ojera melancólica: la muerte le ha asustado sus instantes/y el mal agüero de la desventura/le quita gusto para vanidades». Tanta razón tiene Villanueva, tanta que se hace ancha y desolada Perú hasta el Cementerio y ni ganas dan de caminarla. Mucho menos hacia su final. El final.
Es más fácil que cualquier vecino o turista cite rápido la Bajada de los Vascos por los rústicos adoquines, la vista subyugante del paisaje y su precipitada caída hacia el Puerto Viejo. Amaro, sin embargo, eligió una arteria vecina pero menos mentada. «Nicaragua desliza curvas en la barranca/ para el pie de la tarde cuando baja del Parque/ y se sienta al umbral de Puerto Viejo/ a matear recuerdos de inundaciones grandes».
Qué hace de una calle algo digno de poesía, de añoranza, de pintura, de imagen inspirada. Qué hace de una calle algo que convoque una tristeza desvalida, aire de cansancio, sueño de resignación a la seis de la mañana, seca y áspera melancolía.
Es verdad que 25 de Mayo a cierta altura sorprende. Sorprende porque desde lejos se asoma al río. Mucho mejor lo dijo Luis Sadí Grosso: «Si usted viene por Belgrano/ en la dirección a la esquina/con Veinticinco de Mayo/ y al llegar se para y mira,/ verá hacia el norte un espacio/ que parece que lo invita/ a recorrerlo volando/ hasta perderse de vista».

EN EL PARQUE. No es lo mismo entrar al Parque viniendo plano por el este que bajando por Santa Fe o Tucumán. Es que ese paseo idílico por la Costanera, sostiene otro escritor, se interrumpe en Güemes brutalmente. El encanto queda atrás y se avanza entonces en una calle de doble mano sin árboles, con una plaza abandonada, un destacamento policial, modestos negocios de cualquier rubro y una sensación de despedida desganada.
El regocijo es buscar el Parque por las bajadas, en especial por la Cuesta de Izaguirre, para atravesar luego la costanera media, consumido el caminante por la barranca y el río, absorbido por el paisaje a la altura del anfiteatro y más adelante también.
La experiencia de bajar por Güemes, en cambio, resulta menos voluptuosa y más solitaria: será porque al final espera el puerto, los barcos eternamente demorados, el edificio viejo del Ministerio y esos galpones que a veces son y al día siguiente dejan de ser. Hay pocos lugares más propicios, de todos modos, para quedarse una mañana de garúa en abril o, mejor todavía, de mayo.

SUBE Y BAJA. Para salir del Parque bien se puede elegir calle Córdoba, arbolada, paqueta y señorial, hasta emerger al centro cívico luego de atravesar dos arterias fundamentales. Ese lujoso balcón al río, con dos regulares filas de tipas, que es Mitre y la presentación postal de la ciudad: Alameda de la Federación.
«Rivadavia es actual y presuntuosa/ de San Miguel al divulgado Parque,/ y ubica con afán aristocrático,/ fincas aéreas en su asfalto grave,/ donde los automóviles de lujo pendencieros/ envalentonan sus velocidades», ilustró Villanueva, con cierto desdén.
Ahora es Alameda y si bien al anochecer en los días de invierno –a la altura de la Escuela Del Centenario y más arriba también–-, se ve más oscura que ninguna a pesar de todas sus luces, en primavera y con lapachos encendidos, no hay forma de pasar por ahí sin absorber un aliento de fe.

A TODAS PARTES. Quién desmiente a Villanueva cuando dice que «Corrientes, que se ensancha, es optimista/ con frescura trémula de árboles,/ y el río que da paso la contempla». Mucho menos todavía en el verso que revela como «Salta corre y da brincos aniñados/ y, junto a Güemes, toboganizándose/ va a parar en el mismo Puerto Nuevo,/ que florece la rosa de tus rutas pluviales».
Más lejos del río están esas veredas donde cualquier paranaense quisiera encontrar su guarida: Villaguay y Feliciano a la altura de Plaza Sáenz Peña; Misiones o Pascual Palma, bendecida por un túnel de plátanos que se doran mansamente en estos días.
Racedo es amigable por la anchura de sus veredas, aunque también tiene su gracia cuando se angosta y se nombra Ituzaingó. Es rara Tucumán previo a Malvinas, por ese largo perímetro despejado, con los árboles que entibian la mirada. Nada más misterioso, sin embargo, que ese breve tramito empedrado, entre La Paz y Colón. Ninguna calle extensa y renombrada le compite a la hora de inspirar a los poetas. «Te complace pasar inadvertido/ y estar así, como si no estuvieras,/ entallado por mínimas aceras/ el declive sesgado y distraído», escribió Juan Manuel Alfaro al comienzo de Pasaje Baucis.

Julián Stoppello

Publicado por: El Diario de Paraná.

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